En la Sala Nezahualcóyotl fue interpretada La sed de los cometas, creación que inauguró un nuevo festival de la máxima casa de estudios.

‘La sed de los cometas’ en Sala Nezahualcoyotl

Acto I. Sor Juana y Nezahualcóyotl, juntos en la UNAM, poesía reunida por La sed de los cometas. La soprano Cecilia Eguiarte clama en el grand finale: “Si por pensar soy pecadora, me declaro: Yo, la peor del mundo”.

Nace ópera, mexicana, actual, sobre una mujer del siglo XVII que da cátedra en el XXI. Flash Back: Mónica Lavín publicó en 2009 Yo, la peor; Antonio Juan-Marcos leyó el libro y cuando Jorge Volpi le encargó una ópera para la UNAM sobre sor Juana Inés de la Cruz, aceptó la propuesta y pidió que escribiera el libreto la novelista, novel también en escribir libretos, igual de novel como él en componer óperas.

Y durante una pandemia (la monja murió en 1695 en una), escritora y compositor tejieron la trama con palabra y música, a través de tecnología: Zoom, correos electrónicos y vía celular.

Él, en Berkeley; ella, en Coyoacán. José Areán, amigo de Juan-Marcos, asesoraba también a distancia al músico en su debut operístico aun en detalles técnicos como la necesidad de escribir dos partituras: una para la orquesta y una para el repetidor de piano con la que Eguiarte, la mezzo Frida Portillo, la contralto Araceli Pérez, el tenor Enrique Guzmán y el barítono Rodrigo Urrutia ensayarían por meses.

Acto II. El estreno llegó el viernes 30 de septiembre. Telúrico, 12 días después de otro terremoto un 19 de septiembre. Del público, Lavín apareció primero en la sala Nezahualcóyotl, su elegante saco morado atrapaba miradas; saludó a conocidos casi como por descuido, tomó su asiento a mitad del foro, un par de filas adelante de Juan-Marcos, sentado, discreto, en la sección derecha del recinto universitario. Desde semanas antes, Lavín sentía una expectación y emoción muy grandes, ella no era más la protagonista de sus novelas; en una ópera nadie pregunta por los libretistas.

Esta, su obra, ya no era su criatura, sino la de muchos más; solo había puesto el esqueleto que se vistió de carne, que hizo lo que se le pegó la gana.

No sabía con qué comparar esa emoción que la ponía nerviosa porque nunca antes la había vivido, pero sabía nomás que lo importante era la permanencia de la palabra de Juana de Asbaje. A diferencia de sus libros, en su primer libreto tenía que apretar palabras, diálogos, como Ernest Hemingway hacía con maestría; ser precisa, pero manteniendo fuerza porque el canto daría la emoción.

Buena parte del público era joven, como la Orquesta Juvenil Universitaria Eduardo Mata, cuyo primer violín, Isaac Martínez, acentuaba la sensación de que algo nuevo estaba aconteciendo: su cabello largo, un tanto rizado y suelto casi hasta la cintura, no es común de ver en este tipo de agrupación musical, a la que, obvio, fue invitado a dirigir Areán, quien también tuvo a bien recomendar a Eguiarte para el protagónico, una soprano con experiencia en el estreno de óperas mexicanas dedicadas a poetizas, aunque, como para muchos, su primer contacto infantil con la intelectual fueron los billetes de 200 pesos.

Acto III. Simbólicamente, sor Juana (Eguiarte) bajó desde la parte alta de las butacas al escenario donde jugaban sus pupilas (dos niñas enclaustradas, como ella, que daban cuerda a un trompo, interpretadas fugazmente por las hermanas Luana y Naíma Sentíes Robledo), a quienes iba a dar clases de música.

Así se inició La sed de los cometas una noche capitalina con luna creciente que parecía el eclipse del segundo acto. Flash Back. El entusiasmo se veía desde los ensayos, a los que iban Lavín y Juan-Marcos. Los jóvenes músicos y cantantes (Eguiarte cumplió 30 años apenas, por ejemplo), se aplaudían todo el tiempo; bromeaban con el director concertador, quien en todo momento les inspiraba seguridad y confianza.

De parecido al joven Al Pacino de El padrino, Areán tiene una estrecha amistad desde hace algunos años con Juan-Marcos, cuyos trabajos orquestales ha programado en la Filarmónica de la Ciudad de México, y entre otros consejos le habló sobre las capacidades vocales de los cantantes, todo un tema.

“No solo por el hecho de frasear, sino cómo vas a dividir el texto entre las notas, cómo el libreto se transforma en tiempo escénico; tienes que imaginar que no solo es una obra de teatro, en la que el actor determina qué tanto tiempo pasa entre que tú hablas y yo hablo; en la ópera, es la música la que determina eso y tiene que ser un tiempo natural, con un manejo muy particular del tiempo escénico”.

Para él, la ópera mexicana está pasando por un gran momento, en la que los compositores están echando mano de los grandes cantantes.

Son los cantantes y los compositores mexicanos lo que más se nota en el extranjero, asegura, y como muestra habla de las cualidades vocales del magnífico elenco. Grand Finale.

Sin duda fue gran noche de voces, con música luminosa, oscura cuando tuvo que serlo por la trama: Eguiarte, Portillo, Pérez, Guzmán y Urrutia conmovieron con La sed de los cometas, un título que decidió Lavín desde el primer instante por la curiosidad científica y la intelectualidad de sor Juana.

Mimetizarse con sor Juana fue un gran descubrimiento para Eguiarte.

Ella y Lavín coinciden en que la intelectual novohispana visibilizó a las mujeres de su tiempo, y sigue haciéndolo hoy. Su rol le exigió un rango vocal amplio, con muchos graves y líneas melódicas en la zona de paso hacia los agudos, que fue un reto mantener.

“Tiene momentos muy expresivos, como los de la escena segunda del acto I cuando describe la Nueva España, me llevaron a expresarme desde la parte más profunda de las entrañas, que debes balancear para no perder la línea vocal y al mismo tiempo transmitir la emoción”.

Y cómo no habrán de exigir los versos de sor Juana, cómo no habrá de exigir cantar: “Si por pensar soy pecadora, me declaro: Yo, la peor del mundo. Me piden que sea otra de la que soy, que me corte la lengua, que me ampute los dedos, el corazón. Que no piense. ¿Quién ha dicho que pensar no es para las mujeres? Yo, la peor del mundo, por saber. Tú, la peor del mundo, por tener cuerpo de mujer, por ser visible.

No me quitarán la voz, ni las palabras ni la vida”. Un lamento apoteósico final, pero al mismo tiempo un reto de Eguiarte mimetizada en la intelectual y monja novohispana, quien ya desde el segundo acto se había quitado el hábito, descubierto la cabeza y soltado el cabello, como hacen, 327 años después de la muerte de la Décima Musa, las mujeres en la revolución femenina actual en Irán.

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